viernes, 20 de abril de 2012

Amores que duelen...


Sonaban las teclas del piano sin haber nadie que las presionara, sonaban sin sonar los pasos que antes retumbaban en aquel lugar y escuchaba el hombre, tendido sobre el lado derecho de la cama, los susurros que ya no le susurraban.

En un intento por recordar, se incorporó, y mirando a través de la ventana, halló las aún notables marcas que la ambulancia dejó hacía unas horas en su parcela, bajo la inmensa cortina de lluvia.
Salió de la habitación a pasear por su antiguo hogar, que ahora, a parte de la oscuridad, lo inundaba una tremenda amargura.
Dejando la cama a sus espaldas, a buen recaudo, contempló la cristalera del pasillo completamente rota, hecha añicos, destrozando también el sueño que vivía en aquel lugar.
Continuaba, depositando en cada habitación un antiguo recuerdo, en cada rincón un lamento, en cada baldosa un sentimiento.

Agarró sin agarrar la barandilla de madera refinada, y mientras bajaba, pendiente de cada peldaño, observaba aquel piano de cola que heredó de su bisabuela y que colocaron en el salón abierto, de cara a la modernizada cocina.

Cuando llegó abajo se paró frente a la nueva puerta improvisada, la suya, su puerta, ya no estaba.
Pisaba sin clavarse los cristales de los jarrones que la disputa había resquebrajado en el lugar donde todo comenzó.
Observaba todos sus libros, descansando sobre el suelo frente a su enorme librería, la que tanto esfuerzo le había costado crear, donde guardaba sus secretos, el lugar donde se escondía del mundo, donde le gustaba pasar las horas.

Se quedó inmóvil, contemplando la escena. Ni una estampida, ni un tornado, ni si quiera un gigantesco maremoto habrían podido crear aquel inmenso desorden, aquel alboroto de hojas, libros y cristales.
Y al fondo de la escena, intacto, conservado gracias a Dios, su piano.
Se acercaba lentamente, dedicando cada mirada a su pasado, cada dato a su recuerdo.
Se sentó en el banco que estaba situado frente al piano el cual comenzó a acariciar sin tocar antes de hacerlo sonar.

Después de tantos esfuerzos, después de dedicar su vida entera a lograr sus sueños, lo único que le reconfortaba al llegar a casa, era sentarse frente al piano y escuchar la melodía que salía fruto de sus propios dedos.
Cuando terminó, se alejó del piano y de nuevo se posicionó en mitad de la planta baja, ahora sin prestar demasiada atención al caos de su alrededor.

Dirigió una última mirada a sus espaldas y comenzó a subir las escaleras, esta vez, con mas prisa.
Por cada paso que daba, recordaba una palabra. Por cada pared que arañaba, lograba recordar un grito. Por cada habitación por la que pasaba, y en las que ya no miraba, lograba recordar una lágrima.

Cuando de nuevo llegó a la entrada de la habitación, lo encontró en el mismo lado derecho de la cama donde lo dejó unos minutos antes, tumbado. Una botella de whisky lo acompañaba, mientras que otras dos se dejaban ver en el suelo, completamente vacías.
Quizá la borrachera, o tal vez un verdadero sentimiento de culpa provocaba en el hombre un llanto eterno, un lamento sin fin, una autentica agonía.

Y aun en el umbral de la puerta, contemplando la dramática escena, su propia mujer muerta.

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